“Bien
públicos y notorios fueron a todos mis vasallos los escandalosos sucesos que
precedieron, acompañaron y siguieron al establecimiento de la democrática
Constitución de Cádiz en el mes de marzo de 1820: la más criminal traición, la
más vergonzosa cobardía, el desacato más horrendo a mi Real Persona, y la
violencia más inevitable, fueron los elementos empleados para variar
esencialmente el gobierno paternal de mis reinos en un código democrático,
origen fecundo de desastres y de desgracias. Mis vasallos acostumbrados a vivir
bajo leyes sabias, moderadas y adaptadas a sus usos y costumbres, y que por
tantos siglos habían hechos felices a sus antepasados, dieron bien pronto
pruebas públicas y universales del desprecio, desafecto y desaprobación del
nuevo régimen constitucional […]
Gobernados
tiránicamente, en virtud y a nombre de la Constitución, y espiados
traidoramente hasta en sus mismos aposentos, ni les era posible reclamar el
orden ni la justicia, ni podían conformarse con leyes establecidas por la
cobardía y la traición, sostenidas por la violencia, y productoras del desorden
más espantoso, de la anarquía más desoladora y de la indigencia universal. El
voto general clamó por todas partes contra la tiránica Constitución; clamó por
la cesación de un código nulo en su origen, ilegal en su formación, injusto en
su contenido; clamó finalmente por el sostenimiento de la Santa Religión de sus
mayores, por la restitución de sus leyes fundamentales, y por la conservación
de mis legítimos derechos que heredé de mis antepasados, que con la prevenida
solemnidad habían jurado mis vasallos.
No
fue estéril el grito general de la Nación: por todas las Provincias se formaban
cuerpos armados que lidiaron contra los soldados de la Constitución […] y
prefiriendo mis vasallos la muerte a la
pérdida de tan importantes bienes, hicieron presente a la Europa con su
fidelidad y su constancia, que si la España había dado el ser, y abrigado en su
seno a algunos desnaturalizados hijos de la rebelión universal, la nación
entera era religiosa, monárquica y amante de su legítimo Soberano.
La
Europa entera, conociendo profundamente mi cautiverio y el de toda mi Real
Familia, la mísera situación de mis vasallos fieles y leales, y las máximas
perniciosas que profusamente esparcían a toda costa los agentes Españoles por
todas partes, determinaron poner fin a un estado de cosas que era el escándalo
universal, que caminaba a trastornar todos los Tronos y todas las instituciones
antiguas cambiándolas en la irreligión y en la inmoralidad.
Encargada
la Francia de tan santa empresa, en pocos meses ha triunfado de los esfuerzos
de todos los rebeldes del mundo, reunidos por desgracia de la España en el
suelo clásico de la fidelidad y de la lealtad. Mi augusto y amado primo el
Duque de Angulema al frente de un Ejército, vencedor en todos mis dominios, me
ha sacado de la esclavitud en que gemía, restituyéndome a mis amados vasallos
fieles y constantes.
Sentado
ya otra vez en el trono de S. Fernando […], deseando proveer de remedio las más
urgentes necesidades de mis pueblos, y manifestar a todo el mundo mi verdadera
voluntad en el primer momento que he recobrado la libertad; he venido a
declarar lo siguiente:
[…]
Son nulos y de ningún valor todos los actos del gobierno llamado constitucional
(de cualquiera clase y condición que sean) que ha dominado a mis pueblos desde
el día 7 de marzo de 1820 hasta hoy, día 1 de octubre de 1823, declarando, como
declaro, que en toda esta época he carecido de libertad, obligado a sancionar
las leyes y a expedir órdenes, decretos y reglamentos que en contra mi voluntad
se meditaban y expedían por el mismo gobierno. […]”.
Gaceta
de Madrid 7 de octubre de 1823.